sábado, 31 de marzo de 2007

AQUELLA TARDE

A Sagrario Ercira Díaz Santiago.

Estaba alegre... decidida. Sus cuadernos envejecidos le besaban las manos sudorosas. Ella se elevaba medio a medio; medía los paralelos, los meridianos, los trópicos. Podía girar en todos los ángulos y observar la injusticia. Era una flor sembrada en el ecuador de la incomprensión.

Cuando los relojes marcaban un momento impreciso y la incertidumbre se apoderaba de todos los senderos, entonces llegaron ellos, a podar el jardín.

La flor estaba a la vista; la peor puntería podía acertarle al instante. Y en ese valle, rodeada de cordilleras de cuadernos, no podía escaparse.

Con los ojos cerrados, una chispa cruzó en la tiniebla de aquella tarde sorprendida; y por la frente, donde llevan los héroes la estrella y donde el genio guarda su inteligencia, la muerte entró en la flor sin tocar la puerta.

La clorofila roja cayó al suelo. Ojos desorbitados quebraron los párpados petrificados. Bocas mudas quedaron abiertas para siempre y manos sostuvieron mejillas incrédulas.

Cuerpos llorosos cargaron su naciente agonía, y un coro de llanto, sopló la muerte que le hurgaba la vida.

Un espantoso silencio se agigantó sin límites. El jardín de la esperanza quedó mortalmente herido. La bandera lanzó un grito desgarrador, seco, y se derrumbó mareada hasta la cintura del asta.

Aquella tarde, la flor conoció el verbo cercenar. Los podadores, jamás pudieron conjugar la barbarie.

EL TIEMPO

El hombre estaba sentado triste, abatido y sin fuerza. Nada se podía hacer. Su abogado había perdido toda esperanza de defenderlo de la acusación que le formularon.

Y sucedió que, mientras deambulaba por una calle sin nombre, se topó con un amigo de infancia, quien, al verlo, se sorprendió por el cambio que había padecido su organismo, a lo que éste con tristeza le contestó:
-"El tiempo, los años".

Para su sorpresa El Tiempo, que en ese momento pasaba por allí, lo oyó; se enojó y entabló una demanda millonaria por difamación e injuria. El hombre, que no tenía ni en qué caerse muerto, sacó un espejito del bolsillo de su camisa, se miró y comprendió que no podía apelar la sentencia.

A UNA GOTA

No te vi cuando caías, pero sentí tu contacto sobre la piel de mi mano. Estabas húmeda, cristalina, limpia.

Ella cantaba dentro del baño; cesó el ruido del agua que caía y el sonido de la toalla te lanzó por las persianas, para que vinieras a mi mano, a posar tu destino.

A través de tu cuerpo redondo, puedo ver mis poros aumentados de tamaño como si tú fueras una lente, pero las lentes no se ríen, permanecen rígidas. ¿Por qué estás tan adherida a mí y casi te deformas sin despegarte?

El tiempo pasa; dime pronto. Significas mucho en mi vida. Tú estabas sola con ella, a puerta cerrada; tuviste el privilegio de recorrer su cuerpo mojado, mientras ella cerraba los ojos para bloquear el posible residuo de una lavaza circundante. La contemplaste libremente. La tocaste. ¡Qué dichosa eres! Háblame antes de evaporarte, ya no queda mucho tiempo.

Sé que es inútil y no voy a insistir. Pero te voy a absorber, te voy a tragar antes que desaparezcas gotita discreta; así llevaré dentro algo de esa mujer que me obsesiona.

EL MUDO

Había sido un día muy agitado. Las movilizaciones habían terminado. Un extenso reguero de basura bailaba sobre el costado de la calle silenciosa. La goma de un carro, vieja y en desuso, ardía en la esquina.

Nadie quería salir...

Al fondo emergió la figura desafiante de una señora que, con las manos sobre la cabeza y gritando amargamente, se atrevió a cruzar la calle, y fabricar una escena muy conmovedora.

Su llanto renunciaba a salir. La furia y la indignación la dominaban.
–“Yo quisiera que un desgraciado se cruzara en mi camino." -Rugía.

Los vecinos miraban la mujer que caminaba sin temerle a nada. Sus viejas chancletas golpeaban los talones de sus pies, levantando minúsculos conos de polvo casi imperceptibles

Nadie se atrevía a preguntarle nada, pero ella, en tono enérgico y para que todos se enteraran vociferó, sin detenerse ni cambiar el rumbo de su vista:
- "¡Esto es lo último! La policía se me llevó al mudo preso porque dizque lo encontraron hablando de política. Usted sabe qué vagabundería es ésta."

EL PRIMO

Al encontrarla sentía miedo, un miedo frío, a su mirada negra y agresiva; a su abrazo cronometrado con un: “Hola mi primo querido” escapado de su sensual tono de voz. Sí, algo me turbaba.

Se quedaba a mi lado muy sonriente, ofreciéndome el calor de su cuerpo magnético. Sentía su aliento, lo conocía, era casi mío. Yo miraba mi rostro perturbado, en el espejo diáfano de su dentadura perfecta y me peinaba en su sonrisa.

Ella era la propietaria legal de un delgado cuerpo, de piel limpia y oscura decorado con una extensa cabellera lacia.

En la escuela, en la guagua, en la galería, siempre a mi lado.

Ahora al verme, se quedó erguida sobre la calzada de concreto; no corrió a abrazarme; no pudo hablar. Sus manos desgreñaron aquel bello pelo lacio que se había erizado. Su mirada hacia mí fue fulgurante y yo bajé la cara en silencio.

Seguí mi camino mirando la calzada. Ahora a mi lado, que fue siempre su lado, venía mi esposa y yo ya no era "su primo querido".

LA PIERNA

Cuando la noche tenía un silencio de sueño, ella me esperaba detrás de la puerta entreabierta. Llegué. El espacio entre nosotros era muy pequeño y el tiempo de que disponía para mirarla, también.

En un segundo y tres cuartos no pude ver mucho; una bata clara que fingía cubrirla y una pierna desnuda que bloqueaba la entrada. Miré aquella extremidad fijamente y me olvidé del resto. Ella se deleitó mirándome absorto.

Regresé muy apenado. Pensaba en lo triste que quedó la otra pierna que se perdió de mi contemplación.
.

EL PAJARITO

Había sido el momento más íntimo y más discreto para una conversación. Solos en la sala, la noche fresca nos había regalado el ambiente más propicio. Sin temor los labios se movían entre confesiones y sonrisas. Cerca del techo había un pajarito con los ojos abiertos, que al parecer no pudo regresar a su nido a tiempo... y escuchó todo.

EL BORRACHO

Buscando la tumba de su esposa, el señor miraba a su alrededor lleno de asombro; leía lápidas; sentía el calor de los cirios que ardían, pero no la encontraba y se decía desesperado:
-Yo sé que es por aquí que ella está sepultada, pero no la encuentro.
Ella había sufrido mucho viéndolo borracho como lo estaba ahora. Por eso, hasta después de muerta se le escondía

MOMENTO

Cuando empezaron a dialogar no había precisión del tiempo. La tarde estaba situada en la periferia de una noche que tampoco llegaba.

Se hablaban al oído, iban bajando sus voces lenta y paulatinamente; casi se secreteaban. Las palabras se convirtieron en suspiros, en leves quejidos y al final llegaron gritos orgásmicos; corrió el sudor; y se expandió el silencio.

El teléfono humeaba. La comunicación había terminado. Entonces sí, ya era de noche.

LIBERTAD

Un prisionero golpeó la pared que lo separaba de la celda vecina:
- ¿Qué es? -se oyó una voz desde el otro lado.
- Oye, hay manifestación allá afuera.
- Sí hombre -respondió la misma voz - eso lo hacen siempre.
- Sí, pero ahora piden libertad, y ellos están afuera. Explícame eso.

LA COMPARSA

Aunque lo miraban con aire de grandeza porque había llegado desde el extranjero, el señor estaba triste. Sentado sobre los contenes miraba hacia el infinito. Varios años atrás, antes de irse, fue un ferviente participante en disturbios callejeros; tiró piedras; no quedó una pared en toda la ciudad que no fuera saltada por él; ni un patio que no conociera sus pisadas. Nunca fue apresado.

Él, Fellito micromitin, desconoció el miedo hasta aquel día en que por fin lo detuvieron y ni siquiera pudo ver a sus captores. Esa vez quien lo apresó fue un desesperante delirio de persecusión que lo espantaba de cualquier movimiento que registraran sus sentidos. Estando a solas se sentía acorralado, y rebozado de un pánico inexplicable se desgaritó para salvar su pellejo.

Regresó de su autoexilio cargando la fe inalterable a sus convicciones ideológicas. Hubiera parecido un ciudadano común, que nunca había viajado y que no conocía el aeropuerto de no haber sido por el color de su piel, detalle detectado con facilidad por la gente del pueblo.

Encontró a los jóvenes alcoholizados en las esquinas. Fiestas por doquiera, y desesperado, convocó al pueblo a una gran manifestación, para la mañana del domingo siguiente, pero a la hora convenida, sólo él había llegado.

Miró con fijeza el horizonte, se puso unas anteojeras y con la vista fija en el frente se propuso manifestarse sin mirar atrás. Levantó su pancarta y empezó a vociferar consignas en contra del gobierno mientras caminaba.

A Fellito nadie le contestaba. No se oía detrás de él una sola voz que le hiciera coro. Pero no le importaba, seguía impertérrito. Tampoco se percató de la sonrisa que le brindaron dos muchachitos que jugaban fu-fú, quienes fueron los primeros en unírsele, mucho menos sintió a las marchantas, y los buhoneros, los quinieleros que venían detrás de él apoyándolo.

La manifestación era descomunal, las calles se hacían estrechas para tanta gente, pero Fellito ignoraba cuan grande era la misma, aunque oía el bullicio ensordecedor que lo seguía. Se dirigió a una sabana situada en la parte alta de la ciudad donde estaba el monumento a los héroes. Con ellos quería estar. Allá, otra muchedumbre lo esperaba y lo aclamaba con júbilo.

Lo subieron a la tarima, le entregaron un micrófono. Se sorprendió al ver la multitud y comprendió que su delirio de persecución había desaparecido por completo. Tuvo que esperar una eternidad hasta que la ovación cesara y entonces, demasiado ronco sólo pudo decir: "¡Abajo el gobierno!."
Policías, civiles, plataneros, militares, marchantas, todos aplaudieron y aclamaron con sus puños bien cerrados.

Un señor, que portaba la llave de la ciudad y un cheque, se paró frente a Fellito micromitin y le dijo:
-“La suya por ser la más original, ha sido la comparsa ganadora.”

Fellito lloró. Ya era otro tiempo.